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IGLESIA Y ESTADO EN ITALIA: ANATOMÍA DE UNA CONVIVENCIA IMPOSIBLE

El conflicto eterno que continúa determinando el presente

En el panorama político y cultural italiano, la relación entre la Iglesia católica y el Estado sigue siendo un nudo irresuelto, una tensión permanente que atraviesa la historia nacional como una grieta profunda y nunca cicatrizada. Italia es formalmente una república laica, pero en la práctica continúa siendo un laboratorio de ambigüedades, donde la distinción entre poder espiritual y poder político es más un deseo teórico que un principio operativo. Hablar de “separación” significa alimentar un mito; hablar de “colaboración” implica aceptar la realidad, a menudo incómoda, de una influencia eclesiástica que, pese a la aparente secularización, sigue sorprendentemente viva, penetrante y estratégicamente arraigada.



Una laicidad sobre el papel: la ilusión de un Estado autónomo

El principio de laicidad, proclamado con fuerza en la Constitución, es pisoteado diariamente por un sistema de relaciones institucionalizadas que legitima una presencia eclesiástica capilar en sectores donde la religión no debería siquiera rozar la superficie: escuela, sanidad, legislación bioética e incluso fiscalidad. Italia vive aún bajo la sombra del Concordato, un dispositivo jurídico que, aunque revisado en 1984, continúa generando privilegios económicos y simbólicos anacrónicos.

El 8x1000, por ejemplo, representa uno de los más emblemáticos paradojas de nuestra democracia: una cuota de dinero público desviada automáticamente hacia la Iglesia católica gracias a que la mayoría de los ciudadanos no expresa ninguna preferencia. Una distorsión democrática que se convierte en una fuente de poder silencioso pero potentísimo.


La Iglesia como actor político: una influencia que nunca retrocede

Contrariamente a la narrativa dominante, la Iglesia no ha perdido su poder: simplemente lo ha transformado. Si en los años cincuenta su influencia era declarada y directa, hoy opera a través de canales más sofisticados: lobbies culturales, asociaciones católicas, movimientos pro-vida, grupos jurídicos que intervienen en cuestiones éticas y un ejército difuso de intelectuales mediáticos que filtran el debate público a través de una lente confesional.

La Iglesia no gobierna, pero orienta; no manda, pero sugiere; no impone, pero condiciona con la fuerza milenaria de la tradición, la simpatía de los medios y una red logística impresionante. Cada tema “sensiblemente ético” se convierte en terreno perfecto para reafirmar su centralidad: testamento vital, fecundación asistida, aborto, identidad de género, educación cívica. En cada uno de estos ámbitos, el Estado italiano se encuentra atrapado entre la autonomía legislativa y la presión moral.


La política como terreno de conquista

La debilidad crónica de los partidos italianos ha abierto las puertas a una especie de “protectorado moral” informal. Muchos políticos —de todos los bandos— tratan a la Iglesia como aliado estratégico o garante de consenso, temiendo las consecuencias de una posible hostilidad eclesiástica. Esta dependencia psicológica se traduce en una prudencia obsesiva respecto a temas que en otros países europeos ya se han afrontado con decisión y madurez democrática.

En Italia, cada debate ético se transforma en una guerra cultural, porque en el origen existe un problema nunca resuelto: la falta de una verdadera emancipación del Estado frente al control simbólico de la doctrina católica. Una República incapaz de decidir de forma autónoma sigue siendo una República inmadura.


El paradoxo de las instituciones públicas: escuelas y hospitales “con crucifijo”

El sistema educativo italiano representa la manifestación más concreta de la invasión eclesiástica. La hora de religión católica, remunerada por el Estado pero gestionada por la Iglesia, es un ejemplo evidente de anomalía estructural. El resultado: una enseñanza monocultural disfrazada de educación ética, impuesta como norma y no como opción.

La sanidad no es diferente. Las estructuras hospitalarias católicas, financiadas en gran parte con dinero público, rechazan prácticas legales como el aborto o la anticoncepción de emergencia, poniendo en jaque uno de los derechos más duramente conquistados por las mujeres italianas. Aquello que la ley garantiza, la institución religiosa lo sabotea, y el Estado permanece como espectador mudo.


chiesa e stato

Una convivencia destinada a explotar

La tensión entre Iglesia y Estado no es un debate intelectual: es un problema político que afecta directamente la calidad de la democracia italiana. Mientras el Estado siga temiendo la reacción eclesiástica, renunciará a ejercer plenamente su soberanía. Mientras la Iglesia continúe gozando de privilegios económicos y simbólicos, nunca aceptará ubicarse como una institución “entre las demás”.

Italia sigue atrapada en una doble identidad: moderna y medieval, laica y confesional, democrática y paternalista.

Hasta que no se tenga el coraje de eliminar todo residuo de subordinación cultural, no existirá un verdadero Estado laico: solo existirá un compromiso frágil, continuamente sometido a tensiones irresueltas.

Y el conflicto, ayer como hoy, seguirá definiendo lo que somos.

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