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El Vajont: la tragedia que cambió para siempre a Italia

El precio del progreso: responsabilidad y memoria

En el corazón de los Dolomitas friulanos, entre los valles del Piave y del Maè, se alza una presa que es al mismo tiempo símbolo del ingenio humano y de la catástrofe: el Vajont. El 9 de octubre de 1963, a las 22:39, un deslizamiento colosal cayó del Monte Toc en el embalse artificial, generando una ola que superó la presa y arrasó en pocos minutos Longarone y otros pueblos cercanos. En menos de diez minutos, murieron casi dos mil personas. Aquella noche, toda Italia vio derrumbarse no solo una ladera de montaña, sino también la fe ciega en el progreso técnico no acompañado de una conciencia ética y ambiental.



La ambición y la ceguera del progreso

Durante los años cincuenta y sesenta, Italia vivía su pleno “boom” económico. La energía hidroeléctrica representaba uno de los recursos más valiosos para sostener el desarrollo industrial, y la Società Adriatica di Elettricità (SADE) encarnaba la fuerza de ese sueño moderno. La presa del Vajont, con sus 261 metros de altura, era una de las más imponentes del mundo y símbolo de la ingeniería italiana. Sin embargo, detrás de la retórica del progreso se escondían estudios geológicos desatendidos, advertencias ignoradas y una cadena de decisiones políticas y económicas que privilegiaron el interés industrial por encima de la seguridad pública.

Ya en los años previos al desastre, científicos y técnicos habían señalado la peligrosidad del Monte Toc, una montaña inestable cuya composición geológica hacía riesgosa la construcción de un gran embalse. Los deslizamientos menores de 1960 y 1963 fueron señales inequívocas de un equilibrio precario, pero las autoridades continuaron elevando el nivel del agua, minimizando los peligros. Cuando los 260 millones de metros cúbicos de roca se desprendieron y cayeron al lago a velocidad impresionante, la tragedia ya estaba escrita.


El Vajont la noche del 9 de octubre de 1963

A las 22:39, la tierra tembló como si hubiera estallado una bomba. En menos de un minuto, la enorme masa de roca cayó al embalse, desplazando millones de toneladas de agua. La ola generada superó la presa —que, paradójicamente, permaneció casi intacta— y se abatió sobre el valle con una fuerza devastadora. Longarone fue arrasada, borrada del mapa; aldeas enteras como Pirago, Rivalta, Villanova y Faè desaparecieron en la oscuridad. Los sobrevivientes recuerdan un estruendo ensordecedor y, luego, un silencio absoluto.

Al día siguiente, el mundo entero descubrió la magnitud de la catástrofe. El contraste entre la imponente estructura de la presa, aún en pie, y el vacío apocalíptico del valle se convirtió en símbolo de una tragedia que trascendía lo natural: era la derrota de la arrogancia humana.



Justicia y memoria

El proceso judicial posterior puso en evidencia la cadena de responsabilidades. Los directivos de la SADE y algunos funcionarios estatales fueron acusados de negligencia, pero las condenas resultaron leves frente a la gravedad de los hechos. Italia, en aquellos años, aún no estaba preparada para un verdadero enfrentamiento con el concepto de responsabilidad colectiva. No obstante, el Vajont marcó un punto de inflexión en la conciencia civil del país: de aquella tragedia nació una nueva manera de concebir la protección ambiental y la relación entre ciencia, política y territorio.

En los años siguientes, el desastre inspiró obras literarias, teatrales y cinematográficas, convirtiéndose en parte integral de la memoria nacional. Entre todas, destaca el monólogo Vajont de Marco Paolini, que en 1997 devolvió la atención pública al suceso, transformándolo en una lección de ética civil y de conciencia histórica.


vajont

Un llamado para el futuro

Hoy, la presa del Vajont aún se alza, pero ya no como monumento al progreso: es un lugar de memoria y reflexión. Sus paredes de cemento, esculpidas en el silencio de las montañas, recuerdan que toda conquista tecnológica debe ir acompañada de un profundo respeto por la naturaleza y por la vida humana.

El Vajont no es solo una tragedia del pasado, sino una advertencia eterna contra la hybris del hombre moderno —esa soberbia que impulsa a dominar la naturaleza sin comprenderla—. Más de sesenta años después, el recuerdo de las víctimas sigue interpelando las conciencias: porque detrás de cada presa, cada puente, cada proyecto grandioso, debería existir ante todo la conciencia de que el verdadero progreso no es el que desafía los límites de la naturaleza, sino el que los reconoce y los respeta.

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